Algo parecido a lo que hacen los suicidas en las películas

      Hoy es la segunda vez que vuelvo a la carga.
      A veces me pregunto porqué decidí ser escritor. Quizá me sedujo la idea de un Larra post-mortem, o de Werther, quinto de su generación, recordados ambos por dejarse mezclar con el agua de la lluvia.
      En realidad no es algo de lo que me sienta orgulloso, es más, muchos lo achacan a cobardes, pero qué le vamos a hacer, nunca he sido uno de esos hombres que se enfrentan a todo, más bien de los que se apartan hacia la falsa tranquilidad del silencio.
      La otra vez el filo me falló, el del cuchillo quiero decir, no el de sus labios, ese siempre me corta, así que esta vez he optado por unas sustancias de bastante poca dificultad de obtener si tienes en la sombra los favores de un psicólogo algo deseperado: una caja de Largactit ® 100 mg y otra de Sinogan ® 0.25 mg.
      La gente normal se suicida con somníferos ordinarios, pero nunca he sido muy ordinario, y así al menos la policía tendrá algo que hacer para descubrir cómo conseguí los neurolépticos.
      En realidad la cama es mucho más cómoda para hacer esto -esto y todo lo que se pueda hacer en ella- pero la bañera ofrece el panorama de una casa limpia frente a la sangre que se exilia del cuerpo, o en este caso a la sucesión de vómitos que me acompañarán hacia el otro lado durante un par de horas. Eso y mareos. Incluso alucinaciones.

      Había pasado media hora tan solo y ya había redactado mi herencia, o mejor dicho, actualizado, y escrito un par de tonterías más, algo parecido a lo que hacen los suicidas en las películas. Es más, me había tumbado en la bañera por los saludos de las náuseas y los primeros mareos cuando creía que comenzaron las alucinaciones.
      Llamaron al timbre. Obviamente yo no iba a salir a abrir. Pero el sujeto inoportuno no quería quedarse en la calle, así que entró en mi casa, leyó la carta guardián que había dejado en la entrada con letra torcida y poco decorada y llegó hasta el baño como si oliese mi miedo. Y allí estaba ella, tan preciosa como el primer día, más de treinta años atrás, pero siempre por delante mio, pisándome los talones y guiando mis pasos.
      En realidad no todo fueron alucinaciones. En parte sí y en parte no. Tampoco fue tan bonito.
      Es conveniente que sepáis que mi hermano, tras no se qué incidente, decidió dedicar su vida a pregonar, o mejor dicho, tocar los huevos, como testigo de Jehová. Más me hubiera gustado que se presentara para distribuidora Avon.
      Tras mi primer suicidio él me llevó a su bar favorito, nada que ver con la religión, y tuve que soportar las miradas de aquellos diablos ahogados en esos círculos que dejan los vasos sobre la barra, hacia mis dos muñecas vendadas mientras bebíamos como si nos fuera la vida en ello. Y en un momento de locura juré que no volvería a pasar y sellé el trato con una copia de las llaves de mi casa. Era domingo por la tarde y él sabía que debería estar terminando la columna para el periódico.

      Y eso fue lo que pensaba mientras me metían un grueso tuvo por la boca para practicarme el lavado de estómago, en que mañana era lunes y no había redactado la columna para el periódico porque debería estar muerto.
      Lo que viene ahora prefiero omitirlo por comodidad del lector y decir simplemente que los domingos es un mal día para suicidarse.


Miguel Moliner





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