Hijos de la misma maldición

          Estar encerrado en casa nunca fue lo mio. Cuatro paredes y un techo que te alejan de todo conocimiento, exceptuando, por supuesto, tus desgracias.
          Así que ahí estaba, uno más entre otros miles más en esta pequeña ciudad que desde que tengo consciencia, presume de algo que perdió hace ya mucho tiempo.

          Y entonces les vi, resultaba difícil no hacerlo.
          Los tres caminábamos, los tres por las mismas baldosas de iris rojo y blanco del paseo del Espolón de Burgos.
          Estaban tan unidos que si no fueran dados de la mano sus manos se darían solas, sus miradas hablarían por sus bocas.
          No era como ver a dos jóvenes cualquiera entregados en un beso, ni una pareja recién casada frente a una inmobiliaria, no. Era como ver una estrella fugaz por primera vez y sucumbir a la extraña belleza del infinito desconocido.
          Ni siquiera se estaban mirando cuando les adelanté y pude ver los secretos que pintaba sus ojos. Allí de pie, en la carrera con la muerte y a cámara lenta con la vida, la pareja había estado junta desde antes incluso de conocerse: él, que como sus ojos pregonaban, no era hombre de una noche ni de cualquier mujer, había sido condenado a amar a aquella mujer desde el primer día que la vio, siendo esta condena la mayor victoria que le había arrebatado a la vida. Ella, hecha toda entera por una obra de eterna complexión entre las maravillas del temor y los trapos sucios de la verdad, siempre en guerra con la vida, con ella y con la suya, implorando por contra que la muerte les separara. El uno por el otro y el otro por el uno, lo que unía a estos seres hijos de la misma maldición iba más allá de cualquier altar, de cualquier ''te quiero'', de cualquier mirada, de cualquier pasión de la juventud. Era algo que no se podía encontrar buscando en los poros de un vaso sin terminar en la barra del bar. Ni siquiera comparable al amor entre Orfeo y Euridice; aquel chico habría ido al Infierno solo para estar a su lado, para protegerla -en vez de sacarla de allí, y encima, hacerlo mal-.
          Aquello que vi esa tarde del verano de 2013, aquello, queridos lectores, todavía sigo buscándolo, y no les mentiré: a los largo de mi vida me he vuelto a encontrar con ello, tal vez dos veces, tres en total, como mucho, y cabe decir que en ninguna de esas veces yo estaba de por medio. Un simple paseante de la vida con la suerte de por medio, que solo me da eso, vida, pero nada más.

                                                                                                      Miguel Moliner.




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